Bienvenida

Mi agaponi, Perico, te da la bienvenida! Volando de un lado a otro, de una cabeza a otra, de un corazón a otro, de un alma a otra. Picando cabezas, corazones, almas, miradas, añoranzas, sensaciones. Picandote a tí, a mí. Sus alas hacia lo magico.



jueves, 7 de abril de 2011

La presentación al Ulisen Cai por Domingo Faílde

Ulisen Cai, la Biblia gaditana de Chencho Ríos Brizuela A lo largo de mi vida, ya sea como escritor, ya como el mero estudioso de la literatura que soy en realidad –pues sólo la pasión de leer puede impulsar la de escribir-, he presentado numerosos libros, todos o casi todos de amigos muy queridos, autores respetados y obras, en fin, que uno admira y envidia por diversas razones, tratando de exprimirles todo el jugo y desvelar sus claves al posible lector, buscando en cada caso esa complicidad que implica compartir ciertos placeres, tanto más lisonjeros si es sustancia prohibida su materia o su forma y anida en cada una el ofidio de la transgresión. Presentar un libro no consiste en servir una mesa sino provocar a los comensales un apetito devorador. Por eso, mi tarea en actos de este tipo no ha sido nunca fácil, pues he intentado siempre beneficiar al público, no decepcionar al autor y, sobre todo, por extraño que pueda parecer, no traicionarme a mí mismo, acaso por la misma razón que inspiró a León Felipe un verso que conviene traer a colación: Dios me libre de mentir cuando estoy cantando. A la hora de la estética, hoy más que nunca, urge tener en cuenta la ética. No es fácil mi tarea, desde luego, pero muy pocas veces he debido asumir que es difícil, sea por la complejidad de la obra, por la novedad de la misma o por la hondura de sus planteamientos: las hay de esta índole, no porque nos rebase, sino porque nos retan; no porque nos oculten sus secretos en la maraña de un laberinto, sino porque nos deslumbra su claridad; no porque sus primicias nos sorprendan desprevenidos, sino porque provoquen un entusiasmo descomedido. Y es que, a veces, muchas veces, acodados en la molicie de una existencia programada desde los medios de comunicación, olvidamos que el arte, desde la inocencia de su lenguaje y la llamada de su propuesta estética, es ante todo piedra de escándalo, no porque el contenido deba ser escabroso, sino por su poder de conmoción. Una obra de arte no nos puede dejar indiferentes: esto es lo que quiero decir. Ulisen Cai -lo habrán adivinado- pertenece al linaje de esos libros que, al margen de los cánones al uso, instauran su reino, a prueba de cataclismos. Un libro transgresor donde los haya, a partir del propio título, que lo instala inevitablemente en un espacio físico y un entorno cultural; hablamos, en efecto, de Cádiz y hablamos de la gente gaditana, poniendo cierto énfasis en las clases populares, que a Cai le llaman Cai, como suelen cantar por alegrías, para dejar bien claro que la historia, lo que por tal se entiende, es, a lo largo de estas páginas, sólo un marco referencial, cuyo reflujo deja al descubierto la vida, el trajín cotidiano de la gente, sin que importen la época ni demás circunstancias, sino el fluir constante de miles de existencias que, casi ajenas a otras voluntades, forjaron, día a día, la realidad de un pueblo, su propia idiosincrasia, su peculiar cultura: Cádiz. Y a este Cádiz, trasunto de la Ítaca de Homero, llega también Ulises, otro Ulises, también posterior al de Joyce. Pero a esto nos referiremos después, porque, siguiendo el hilo del discurso, hemos de detenernos en los rasgos más transgresores de un libro que pone en cuarentena, para empezar, la validez de los géneros literarios tradicionales. Chencho o Florencio Ríos los introduce en su coctelera para agitarlos hasta lograr el caldo deseado y servirlo al lector en caliente. El sumiller, no obstante, en lugar de ocultarnos su fórmula, la publica en las páginas finales, a modo de homenaje a las 360 personas, gaditanos en su mayoría, que han escrito sobre la ciudad. El autor, que se proclama ecléctico, confiesa así sus deudas, que son consustanciales a la propia arquitectura de Ulisen Cai, acaso una novela o un relato tal vez: me estoy refiriendo al centón. Pero, antes de hablar de esta composición, convendría aclarar otro concepto: el eclecticismo, que no es en este caso la búsqueda del término medio ni, mucho menos aún, la discutible pericia de nadar y guardar la ropa que exhiben algunos, sino expresión de la capacidad de un pueblo, el gaditano, de absorber e integrar otras culturas en un proceso dialéctico que, lejos de arrebatársela, edifica su propia identidad. Se trataría, mejor, de mestizaje o, como ahora se dice, interculturalidad, que el tiempo y la costumbre acabaron por sedimentar. Cádiz, fenicia y luego romana, conservó sus instituciones, sin detrimento de las impuestas por el conquistador; asimiló el latín, pero lo impregnó de modismos y acento propios; rindió culto a los dioses de Roma, pero les dio los nombres de Melkart y Astarté, cuyas sacerdotisas alcanzaron en la metrópoli justa veneración. Cádiz, por todo ello –y para no perdernos en el fárrago de una larga disquisición histórica-, se convierte para los españoles en cuna de la libertad. Gadir hic est oppidum, aquí está la plaza fuerte de Cádiz, nos dice Rufo Festo Avieno en su célebre –aunque desconocida- Ora marítima, y esta frase, tras una breve paráfrasis del Ulises joyciano, abre las puertas de la narración. Para llevar a cabo su propósito Chencho Ríos Brizuela ha recurrido al centón. Nada menos. El centón, en prosa o en verso, es un discurso compuesto de frases y párrafos procedentes de obras ajenas, cuyo nombre proviene de kentrwn, una palabra griega que da nombre a manto tejido con retales y trapos de desecho. Su uso, bastante frecuente en la literatura griega y latina postclásicas, se basaba en la imitatio de los clásicos, a quienes se consideraba maestros indiscutibles e insuperables y a quienes, de este modo, se rendía tributo de respeto y admiración. Ausonio, el famoso formulador del collige, virgo, rosas, utilizó el centón en su obra Cento Nuptialis, tomando de Virgilio 131 versos. En el Renacimiento, Sannazaro y Petrarca, entre otros, lo utilizaron también, y en España Juan Antonio de Vera. No debe confundirse con la intertextualidad, que se define como el conjunto de relaciones que acercan un texto determinado a otros textos de varia procedencia: del mismo autor o más comúnmente de otros, de la misma época o de épocas anteriores, con una referencia explícita (literal o alusiva, o no) o la apelación a un género, a un arquetipo textual o a una fórmula imprecisa o anónima, ni aún menos con el pastiche, que consiste en la imitación de diversos textos, estilos o autores en una misma obra. Sí estaría, por el contrario, más cerca del collage, que es una técnica narrativa utilizada con cierta frecuencia por los experimentalistas de los años 60 y 70 y por maestros de la talla de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. En la obra de Chencho Ríos, también artista plástico, podría relacionarse con determinadas vanguardias y, sin lugar a dudas, con su talante inquieto, innovador y, a su modo, erudito. Sin embargo, toda esta amalgama de recursos, materiales, técnicas y actitudes desembocan en lo que, a mi entender, constituye la verdadera naturaleza de Ulisen Cai. Estaríamos ante un relato cuántico, al que podría aplicarse la conocida fórmula de Gregorio Morales, epónimo de dicho movimiento: misterio más diferencia. Sin duda, los lectores de El cadáver de Balzac no tendrán demasiadas dificultades en relacionar Ulisen Cai con esta tendencia, que transgrede ante todo el propio concepto de realidad: todo lo susceptible de ser pensado o imaginado es real y, por tanto, la realidad no existe fuera de cada uno, sino en nuestros pensamientos, emociones y ensoñaciones. Así, pues, la misión de narrador o del poeta cuánticos es mostrar los millones de mecanismos que existen o podrían existir en el universo, y al hombre interactuando con ellos. Para el realismo cuántico, todo conduce al hombre. Sin el hombre, nada tendría sentido ni, por tanto, la literatura. De la misma forma que cuando se realizan fotos de monumentos, ciudades o paisajes, se suele poner a una persona en la lontananza para así hacernos una idea del tamaño de las cosas, toda la realidad, mental o material, no es nada sin el hombre. No tendría sentido, pues, para la estética cuántica o el realismo cuántico una novela donde sólo aparecieran partículas, sus filias y fobias, su creación y destrucción... Tengo que mostrar cómo influye eso en la vida del hombre. Qué en su existencia depende justamente de eso. El reto consiste en insertar al hombre en la vasta realidad que se nos ha abierto y, al mismo tiempo, abrir las fronteras del lector, sugerir, extender, fijar la cosmovisión que deviene de la imaginación científica contemporánea. Pues la ciencia actual es ante todo fantástica, inquietante, desbocada, irracional, mágica, imposible... Sin reparar en ello, vivimos a cuestas con todo esto. El mundo microfísico y el universo plegado tienen una importancia decisiva en nuestras vidas (he citado a Juan Pedro Aparicio). ¿Qué nos cuenta este Ulises gaditano? Hemos visto que el libro tiene dos precedentes prestigiosos en la Odisea de Homero y el homónimo de James Joyce. Chencho Ríos, consciente de la audacia que supone formar terna con ambos maestros, utiliza el recurso de la humildad para hacerse absolver y confiesa –por supuesto, sin contrición- es el suyo homenaje al gran escritor irlandés. Será tal vez por ello que utiliza su misma estructura y, en cada uno de los 18 capítulos, da comienzo al relato con las mismas palabras que Joyce, cuya sombra, no obstante, el lugar de alargarse se va diluyendo a favor de la voz narradora. El Ulises gaditano regresa a su ciudad y allí encuentra a su novia: ¡Qué linda moza! Morena; viva ese cuerpo con gracia. Y la chica, dícese que malintencionada, le pregunta de dónde viene y a qué ha venido a Cádiz. De Castellón, responde, donde lo mandaron al paro sin contemplaciones, después de reventarse trabajando en la industria azulejera. Marchan juntos a La Caleta para ver el famoso rayo verde. A partir de ese instante, la historia o, mejor dicho, las historias se disparan a un ritmo trepidante, hasta superponerse a la anécdota que sirve de pretexto al autor y da origen al libro. Todo sucede, a imagen y semejanza del modelo joyciano, en tiempo muy escaso; una sola jornada, en la que, sin embargo, confluyen el pasado y el presente de la ciudad de Cádiz, como invocados en un conjuro, y comparecen ante el narrador, que no pierde en ningún momento las riendas del relato, pese a la enorme complejidad del mismo. El autor es consciente de su oficio y del papel que, en cada secuencia, ha de desempeñar. Sabe, pues, que su Ulises es tan sólo una voz, como la suya, y que el protagonismo de la obra recae en un personaje colectivo: Cádiz, el pueblo gaditano, desde la fundación de la ciudad hasta nuestros días. Y ese pueblo, en efecto, ha cedido la voz al narrador, que habla en realidad en nombre de una atmósfera o, si así se prefiere, una esencia, concretada en miles de personas y otros tantos millares de sucesos, de los que se da fe cumplidamente en las 511 páginas de este libro. Retratar una atmósfera requiere una destreza considerable y el autor no escatima recursos al respecto, mezclando atinadamente ironía, ternura, metáforas de la vida cotidiana, hipérboles, símbolos, diálogos y, claro está, el monólogo interior, que fuera tan grato a Joyce, intentando, ya en otro orden de cosas, que sea el propio lector quien, seducido por sus sugerencias, complete, en algún caso, lo narrado. Este más que conato de interactividad se logra, en buena parte, gracias a la comparecencia en el discurso de diversos registros lingüísticos, que el narrador maneja con evidente habilidad. Conviven, pues, con el registro standard, acaso dominante, el habla popular, argot incluso, y la latiniparla más culta que uno pueda imaginar, sin que nunca se rompa la armonía ni naufrague el lector ante el muro de lo incomprensible. Sea ejemplo de la última cierta cita en latín, tomada de Marcial (véanse sus Priapeos, concretamente el número 19, en el que se refiere a las artes eróticas de Teletusa, suma sacerdotisa de Astarté, en términos nada equívocos): Puella gaditana tam tremulum crisat, tam blandum prurit, ut ipsum masturbatorem fecerit Hippolytum (La joven gaditana tan sinuosamente se contonea, tan seductoramente muestra sus deseos, que hará masturbarse al propio Hipólito). Hallaremos la réplica en expresiones tan coloquiales como ¿Quién le ha quitaíto el caló?, con las mejores pibas del barrio, ¿Tu reló lo tienes por el Ayuntamiento? o la jambre que se va a pasá, sin que falten las letras de algunos tanguillos o incluso muestras de espanglish, como en el capítulo catorse, titulado precisamente espiquelingle (por speaking english, claro). Hay que añadir al respecto que el título de todos los capítulos se consigna mediante un numeral en registro popular (do, por dos; quinse, por quince; diesisai por dieciséis; etc., etc.), seguido de aquel: el Campodelsú, la comía, los dinero, Día a día de una ciudá, etc., etc. Y, en llegando a este punto, acostumbro a decir al amable auditorio, sobre todo si el libro presentado es una novela, que no voy a añadir nada más, pues hacerlo supone privar al posible lector de la experiencia del descubrimiento y el placer indudable de un diálogo íntimo con situaciones y personajes, a través del autor. La lectura es un acto de libertad y quien ejerce de pregonero de un libro no debe reemplazar su ejercicio legítimo. Cedo, en fin, la palabra a Chencho Ríos, autor de ésta que él llama su biblia gaditana, para que ponga el colofón debido a mi humilde palabra. © Domingo F. Faílde Jerez, 30 de marzo de 2011